Tengo que empezar estas líneas pidiéndoles disculpas si es que algún venezolano les hizo sentir mal o consideran que les hizo daño. Para mí es inaceptable y perturbador el maltrato físico, verbal o psicológico. No hay excusa ni motivos para aceptar el maltrato de alguien que está en su «casa».
Los acontecimientos en la ciudad de Ibarra pintan un hoy muy triste para todo. Los actos de xenofobia en la región me ponen con una tristeza profunda. Este tema de la afluencia masiva de venezolanos llegando al Ecuador es tan nuevo para ustedes como para nosotros. Venezuela nunca fue un país de familias que escapaban y salían caminando por la frontera para pedir dinero y tener algo de comer. Les juro que todo esto es nuevo para nosotros. De hecho, yo recuerdo que cuando alguien salía del país era por turismo y lo hacía porque tenía dinero y regresaban al país porque allí estaba sembrada su vida. Si no me creen, busquen cuántas familias alemanas, italianas, americanas y asiáticas se instalaron durante décadas cómodamente en Venezuela por ser un destino lleno de riquezas y oportunidades de todo tipo.
Hoy lloramos por cada persona que decide salir de Venezuela. Lloramos muchísimo al dar un último abrazo porque sabemos que salir del país es emprender un viaje incierto. Un último abrazo que es desgarrador como si quisieras que nunca se acabara. Quienes salimos de Venezuela lo hacemos con angustia sabiendo que regresar no está en nuestras opciones, ni siquiera en nuestras posibilidades económicas. Ese último abrazo es incertidumbre, siempre nos preguntamos antes de salir: ¿Qué pasará con nuestras vidas después de agarrar las maletas? No salimos porque queremos, sino que corremos porque lo necesitamos. Dejamos nuestra vida con un dramático boleto de ida y sin retorno porque cualquier cosa que se haga afuera permitirá ayudar mucho más a quienes dejamos en nuestro país y que tanto lo necesitan.
Por contarles cómo nos va a los venezolanos, hay noticias que reseñan: «en un día más de 5 mil venezolanos ingresan a Perú» o sobre la mujer se le adelantó su parto «mientras hacía fila para sellar la tarjeta andina en Tulcán» y la otra más dolorosa aún, «la muerte de una niña por hipotermia en la frontera de Ecuador».
Imagínense la magnitud de este problema social (en un país conocido como potencia petrolera) que muchos prefieren pasar por todo esto antes de seguir en una Venezuela que se hunde. Durante estos días he visto en redes sociales a algunos ecuatorianos exigir y reclamar al gobierno nacional y local el cierre inmediato de las fronteras, deportar a los venezolanos que están llegando por el puente internacional de Rumichaca y otros se permiten hasta usar en tono chistoso de pedir que pongan una bomba en los albergues habilitados por la municipalidad de la capital de Ecuador donde hoy se refugian mis paisanos. Leo esto y hago una pausa con agonía porque cualquiera de ellos puede ser mi familia.
Voy compartir la enseñanza de mi mamá cuando siempre me decía: «el vecino es el familiar más cercano».
No voy a caer en detallar la similitud que este país vivió con la migración ecuatoriana a Europa o Norteamérica, no lo voy hacer sencillamente porque de seguro también fue un capítulo doloroso de la historia de este país que separó familias y dividió pueblos. ¡Nadie quiere irse de su casa de esa forma! Pensar en el prójimo no es pecado ni mucho menos es un sinónimo de apátrida sobre todo cuando el vecino sufre los problemas de la hegemonía, el poder y la democracia disfrazada de un socialismo que ha dejado tantos muertos y que parece ser un hueco sin fondo donde cuesta creer en un final feliz.
Si me lo preguntan, era muy feliz en Venezuela. Venirme nunca fue opción hasta que se convirtió en solución. Di clases en universidades, narré noticias en televisión nacional, mi trabajo como periodista era reconocido, tenía un montón de amigos y podía ver todos los días a mi mamá… Pero, me robaron las ganas, me robaron las esperanzas. Salí de mi país porque no encontré más oportunidades, porque vivir con miedo no es vivir. Estar con el Credo en la boca y rogando la «suerte de vivir», nadie lo merece. Salí corriendo de mi país porque me sentía deprimido y estancado por no poder aportar, producir y mucho menos aspirar. No tenía espacio. Una percepción muy propia que cualquiera podría diferir; pero, que al final, fueron mis motivos y mis circunstancias.
¿Quién no va a ser feliz abrazando a su familia todos los días?
Ese país de dónde vengo hay gente de todo tipo: buena y mala, amable y déspota, trabajadora y vaga, ya saben, como en cualquier país del mundo y su diversidad. Sin embargo muchos, cuando salimos, lo hacemos con las ganas de trabajar en cualquier cosa digna para obtener dinero. No estoy esperando que los ecuatorianos, peruanos o colombianos se hagan cargo de los problemas de los venezolanos, yo solo espero que cuando vean a un paisano piensen que detrás de él hay una historia llena de batallas y adversidades que nadie quisiera vivir. Si algo les deseo es que ojalá nunca les toque dejar toda su vida y empezar una nueva en un lugar que desconocen por completo porque eso duele, duele en el alma… Y si por alguna razón les llegara a tocar, pues ojalá encuentren a gente buena como la que encontré yo en este país.
Pienso que aquí cabemos todos. Ecuador me ha dado un hogar que no pude meter en mi maleta cuando me vine. Se me pone el corazón chiquito pensar irme de Quito, con todo y que aún no me acostumbre al frío. Siento que esta ciudad me adoptó, la siento como «mi Quito bonito». Este país significa para mí la «suerte» que salí a buscar y que hoy valoro en grado superlativo.
Esta pequeña nación, chiquita en territorio, pero enorme de corazón me ha dado montones de alegría: una cédula y una visa profesional que se han convertido en mi fortuna más agradecida. Aquí tengo una familia que no distingue acentos sino sentimientos.
Vivir o revivir aquí ha sido para mí una oportunidad única, una oportunidad de rehacer la vida y eso a nadie se le puede quitar. Mi agradecimiento infinito.
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